lunes, 23 de marzo de 2009

El reloj parado a las 7

Hay, en la sombra de mi habitación, un viejo reloj que desde hace muchos años está parado y marca las siete. Todos los otros relojes de la casa y de la ciudad laten y suenan, caminan y viven, y el viejo reloj de mi habitación, con su blanca esfera en medio de la caja negra, permanece tranquilo e inmóvil, fiel a aquella hora que marcó la última. Pero cada doce horas hay un momento en que el pobre reloj de mi habitación parece volverse a despertar y vivir con los demás, en armonía con el mundo que lo contiene. Cuando todas las esferas marcan las siete y los tañidos estridentes o argentinos de los relojes de péndulo se oyen siete veces, y los cucos de las provincias salen para repetir siete veces su melancólico grito de bestias manufacturadas y prisioneras, entonces también mi viejo reloj parece participar gravemente en la solemne vida del tiempo. Dos veces cada día, en dos rápidos momentos cada día, esa máquina muerta forma parte de la vida, esa antigua inmovilidad parece volver a ponerse en movimiento. A quien lo mirara solamente entonces, en aquellos dos momentos y nada más, el inmóvil reloj diría la verdad.
Pero apenas las otras manecillas han pasado la señal, apenas los tañidos de las campanas se han perdido como en un vapor de temblorosa solemnidad, apenas los patéticos cucos se han retirado a sus cajitas de madera, yo me doy cuenta de que el pobre reloj de mi habitación está verdaderamente muerto y que los ejemplos y los estrépitos y los gritos de todos sus hermanos no lo han podido despertar.
Y precisamente por eso yo amo tanto al cansado reloj inmutablemente parado a las siete. Me gusta la elección que hizo de la última hora hace tantos años, y la tranquila fidelidad de su sueño. Y más me gusta y más lo quiero porque en él he debido ver un reflejo de mí, un espejo de mí mismo, otro yo mismo. Su suerte es casi la mía y mi vida se parece un poco a su muerte.
¿Por qué he llegado tan pronto a confesar este miedo mío? Pero, ¿podía dejar de hacerlo? ¿No se hubiera dado cuenta por sí mismo, el Otro —aquel que sabe mostrarse con tantos rostros—, de que mi existencia está hecha de pausas de silencio, de sueño y de muerte, interrumpidas a saltos y sobresaltos rapidísimos de vida
aparente?
También yo estoy, como el pobre reloj, desde hace muchos años inmóvil en la sombra. La mayor parte del tiempo de mi vida está vacía, es ordinaria, corriente, llena de aburrimiento inexpresado y de estúpidas alegrías, de proyectos caseros y de pobres fantasías, como la del más pobre espíritu de todos vosotros. Casi siempre soy un hombre como los demás hombres, pertenezco a mi especie, siento que soy hijo de esta tierra y me dejo arrastrar por este canal soñoliento de actos automáticos y de palabras aprendidas que vosotros y yo llamamos vida.
Pero yo sé que en el mundo no solamente hay esto, y que no solamente en esta pobre forma se manifiesta la existencia. En el mundo hay —yo lo sé con la más perfecta seguridad— voces tan suaves que hablan siempre sin preocuparse de ser escuchadas, y grandes corazones que laten, y laten fuerte como divinos herreros en las cavernas de los mundos, y venas que baten rápidamente como torrentes, hinchadas como ríos reales. Y hay en el mundo orquestas colosales hechas con el viento y con el mar, y grandiosos coros de árboles altos y temblorosos que tocan y cantan noches enteras para fiestas desconocidas.
Pero ustedes y yo no sentimos: todo este alegre estrépito del mundo no parece hecho para nosotros. En esta armoniosa fragua nosotros permanecemos sordos e inquietos en los ángulos más oscuros.
Pero no siempre, hermanos, estoy condenado a esta sordera e inmovilidad. Llegan instantes en que mi alma se convierte en parte de este mayor mundo, y siente y repite los latidos, los sonidos y las voces. Esos momentos no llegan, con frecuencia, pero se realizan con la regularidad de una conjunción celestial.
Entonces me parece que la línea de mi vida corta y atraviesa la línea de otro mundo, y que yo estoy obligado a superar con un salto un río de luz para volver a la oscuridad. Pero en esos instantes tan breves, tan huidizos, yo vivo bastantes más cosas que en todo el tiempo que transcurre entre un pasaje y otros, y siento que me vienen a la boca palabras que nunca he dicho y siento que me queman el corazón pasiones que nunca tuve y que me elevan el alma entusiasmos improvisos por cosas que yo no comprendía antes; oigo murmurarme al oído respuestas a preguntas que yo no recuerdo haber hecho. En cada uno de esos momentos me veo en medio del universo, como un pastor en lo alto de un monte que domine todos los prados, y nada está escondido y callado para mí, ni las sinceras confesiones de las cosas, ni los tiernos secretos de los corazones. ¡Y me siento tan grande y tan solo! Sereno, en lo alto, respirando bien, en perfecta alegría, en contacto con las cosas, en comunión con Dios. Reencuentro entonces el simple sabor de los elementos, el sabor de las cosas queridas y olvidadas: del aire puro, del agua fría, del pan bueno, de la hierba fresca y del viento ligero. Y en aquellos momentos ya no hablo yo, sino que alguien habla en mí en voz alta y parece que dentro de mi corazón se abre ún manantial que corre con armoniosa monotonía para apagar la sed a los peregrinos de todos los caminos.
Yo experimento, y siento, y gozo en aquel instante la fugaz felicidad de estar de acuerdo con el mundo. En aquel instante yo estoy entonado y armonizo con las cosas: lato con su mismo latido, respiro con su mismo aliento, camino con su mismo paso, hablo con su misma voz, vivo con su misma vida. Pero, pasado ese instante, el mundo sigue moviéndose y viviendo y latiendo y cantando, y yo sigo siendo el que era y vuelvo a caer en mi sueño, en mi silencio, en mi muerte, en la vida de los hombres, a esperar, sin saberlo, el retorno del demasiado rápido encuentro.
Si yo estuviera como tú, pobre y viejo reloj de mi habitación, hecho solamente de muelles y de ruedas de acero oxidado encerrados en una caja de madera negra, no me asaltaría esta melancolía inútil al pensar en el fúnebre ritmo de mi vida. Pero yo estoy formado, mudo reloj, de sangre caliente, de nervios inquietos y de deseos que no se contentan ni siquiera con lo imposible.
¿Por qué sufrir las largas noches de oscuridad para un minuto de luz, los eternos días de silencio y de soledad para una nota de canto en el coro del'universo? ¿Por qué no me ha sido concedido vivir siempre, vivir a cada momento y en todo tiempo, sin descansos y sin esperas? ¿Por qué no puedo acompañar a todas las cosas en los solemnes ciclos de la vida en lugar de esperar el punto en que inciden estrepitosamente en mi desesperada inmovilidad?
Dejen, pues, de reír, ustedes, caballeros melindrosos y bien peinados, que no quieren escuchar ni los delirios ni las verdades. ¿Acaso creen vivir siempre? También ustedes, creo, viven solamente cuando su pobre existencia coincide, en su hora, con la existencia del mundo. Todo el resto del tiempo no es más que una espera inconsciente. Cada hombre tiene su hora y aquel que no lo sabe y no la espera, sonríe y ríe como hacen ustedes en este momento.
Latan, relojes de la ciudad. ¡Latan, corazones de los hombres! ¡Latan alegremente todos en coro! ¡Representen con empeño, hombres y mujeres, la farsa de la vida y no olviden acompañarla con la gavota del sentimiento! ¡Pero acuérdense también de la fea y odiosa verdad: su vida está parada, acaso parada para siempre!
Ustedes, hombres felices, sanos y regulados, que se contentan con el lento movimiento de su corazón y el tictac implacable de su existencia. Ustedes están seguros de vivir y se complacen con el perpetuo acorde de su inmovilidad. Pero yo, que sufro toda la humillación de saberme muerto, muerto y encerrado en este ataúd de piedras y ladrillos que es mi habitación, y que sólo de cuando en cuando atravieso huyendo la esfera del fuego, yo no quiero pagar con tantas horas de silencio un minuto de elocuencia; con estos larguísimos días de estupidez, un instante de genio.
Yo sé que tú esperas paciente, ¡oh viejo reloj de mi habitación!, y que no anhelas otro momento de vida y de armonía fuera de las siete. Y he aquí que tu momento se acerca. Dentro de poco sonarán los relojes de las torres, y por siete veces los martillos invisibles golpearán las pequeñas campanas escondidas. Y después que haya vuelto el silencio tú seguirás señalando, tranquilo y fiel, la misma hora, por toda la eternidad, mientras las otras manecillas, caprichosas, proseguirán sus inútiles giros.
Pero mi momento, el divino instante que no se detiene, ha pasado ya. Mientras escribía cerca de ti estas páginas tristes, he sentido, durante algunos segundos, lo que tú sabes. Y ahora todo ha desaparecido y se ha desvanecido, y yo veo y escucho solamente lo que todos ven y escuchan. Me siento un poco más cansado, pero perfectamente tranquilo, equilibrado, práctico, razonable y no sé cómo resistir el deseo de romper todo lo que he escrito.
Pero pienso...

2 comentarios:

Navi dijo...

Bellisimo cuento de Giovanni Papini, extraido del libro "El piloto ciego".

Pedro Estudillo dijo...

Sin duda, un muy bello y lúcido cuento.
Aunque yo diría que el ser consciente de esta muerte en vida ya te libera de todas las cadenas que te atan a la mera existencia superficial y rutinaria.
Al menos esa es la esperanza que me queda.

Un abrazo.